Instantes
“Sólo hay una cosa en el mundo peor que estar en boca de los demás, y es no estar en boca de nadie.” Óscar Wilde
Había sido un día nublado pero caluroso, el termómetro se mantuvo arriba de 23 grados Celsius casi toda la tarde. Llevaba cuatro o cinco días sin salir a la calle y probablemente dos sin haber visitado la ducha. Pero ese día había finalmente decidido salir de mi encierro para ir a cobrar el cheque de mi liquidación, el monto era superior a lo que esperaba, pero seguramente sólo me duraría para un par de austeras semanas. Una vez en la calle, afeitado, con ropa limpia y dinero en la cartera, me resistí a volver a casa e irresponsablemente pensé en invitar a alguien unas copas, a pesar de saber que ese dinero tendría que durarme hasta que consiguiera otro trabajo. Llamé a todos mis amigos, amigas y conocidos, es decir, a no más de diez personas. La respuesta fue la misma en todos los casos: nadie disponible. Parece ser que la gente está demasiado ocupada los lunes a las siete y media de la tarde.
La última llamada que hice fue desde un teléfono público en la esquina de Patriotismo y Benjamín Franklin. Había comenzado a llover y la cabina metálica que resguarda el teléfono no impedía que las gotas me escurrieran por el cuello y murieran en mi espalda provocando una serie de estornudos pueriles. Karina contestó animada, teníamos un buen tiempo sin hablar, pero la respuesta tampoco fue lo que yo quería: “lo siento, no puedo.”
Resignado decidí caminar hacia un bar cercano; ya había salido a la calle y no pensaba volver pronto a mi encierro. Estaba oscureciendo y la lluvia se había convertido ya en una suave llovizna. Cinco cuadras más tarde, había oscurecido por completo. Al pasar junto a una cafetería, el olor me sedujo y decidí entrar. Debo confesar que me sentí incómodo. Por todo el lugar había gente que se acompañaba. No pude soportar más de tres minutos y, antes de que el mesero tomara la orden, salí de ahí como si de pronto hubiera descubierto que estaba desnudo.
Continué caminando, un poco exaltado, y peor aún, avergonzado de mi impúdica soledad. Sentía como si la gente mirara en mi frente un estigma. Aún así, me resistí a volver a casa. Decidí que todavía tenía ganas de una cerveza. Entré al primer bar que encontré: el Rexo, frecuentado mayormente por jóvenes clasemedieros. El sitio estaba medianamente lleno, pero había un lugar libre en la barra, luego de sentarme intenté encender un cigarrillo, pero mi pulso estaba traicionándome y tuve que pedir ayuda al mesero. Las risas, el rumor -similar al de un panal- de las pláticas ajenas, las parejas besándose, la gente brindando y las mujeres ignorándome dejaron de importarme luego de la sexta cerveza, lo mismo que las conversaciones detrás mío sobre lo maravilloso que es Tailandia, lo barato que es vivir en Madrid y lo feo que es eso de la guerra. Escuchar esas conversaciones sin participar siempre permite pendejear –mentalmente- a la gente sin riesgo de ser golpeado. Dos cervezas más tarde ya estaba intercambiando palabras con el tipo que atendía la barra, mientras ambos le mirábamos obscenamente el culo a una mujer de entallado pantalón negro. Decidí beber algo más que cerveza y me pedí tres cubas que desaparecieron en menos de media hora.
Cuando salí del bar apenas pasaban de las once. Caminé buscando un sitio de taxis, esperando encontrar en las calles a aquella mujer de medias negras “que además de robarme la cartera, me robara también el corazón.” Pero, al parecer, las amigas del buen Sabina no estaban por allí esa noche.
Tres cuadras más adelante encontré los taxis, pero no las mujeres, así que decidí seguir mi caminata, estaba decidido a hablar con alguna desconocida de buen corazón. Pocos metros más adelante, y ya en franca desilusión, escuché primero unos tacones, luego, una voz que decía “¿buscas compañía, papi?” Me di media vuelta y frente a mi vi a un hombre que con todo y tacones medía casi 1.80 metros de estatura.
La mesera nos miró con desconfianza y nos trató muy mal en el Vips. Ambos comimos compulsivamente. No sé cómo se llama, me dijo que Adriana. Siguió fingiendo que era una mujer, y yo fingí que le creía, a pesar de los anchos hombros, las duras facciones, grandes manos y rastros de barba en las mejillas. Me dijo que taloenaba por su cuenta, que antes había sido enfermera, y que tenía una hija. Yo, borracho, le conté que últimamente no me había ido muy bien, entonces me regaló una estampita con un dibujo y detrás una oración: “es San Judas Tadeo, para que consigas trabajo pronto.” Después de cenar le pagué por el tiempo que conversamos, como le había prometido. El muy cabrón no me hizo ningún descuento. Pensaba acompañarlo hasta la esquina donde lo encontré, pero me dijo que no y tomó un taxi.
Mujeres con delantal y botes para la leche caminaban ya por las calles cuando regresé a casa, había neblina, la llovizna era muy fría y algunos madrugadores ya estaban saliendo rumbo a sus trabajos, recién bañados, bien tapados y con paraguas. Horas antes, cuando cobré mi cheque -que a estas alturas prácticamente se había esfumado- había recordado aquella frase: “a veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.” Me puse la pijama luego de ducharme, y me fui a la cama con la esperanza de que ese instante no haya llegado todavía.
Había sido un día nublado pero caluroso, el termómetro se mantuvo arriba de 23 grados Celsius casi toda la tarde. Llevaba cuatro o cinco días sin salir a la calle y probablemente dos sin haber visitado la ducha. Pero ese día había finalmente decidido salir de mi encierro para ir a cobrar el cheque de mi liquidación, el monto era superior a lo que esperaba, pero seguramente sólo me duraría para un par de austeras semanas. Una vez en la calle, afeitado, con ropa limpia y dinero en la cartera, me resistí a volver a casa e irresponsablemente pensé en invitar a alguien unas copas, a pesar de saber que ese dinero tendría que durarme hasta que consiguiera otro trabajo. Llamé a todos mis amigos, amigas y conocidos, es decir, a no más de diez personas. La respuesta fue la misma en todos los casos: nadie disponible. Parece ser que la gente está demasiado ocupada los lunes a las siete y media de la tarde.
La última llamada que hice fue desde un teléfono público en la esquina de Patriotismo y Benjamín Franklin. Había comenzado a llover y la cabina metálica que resguarda el teléfono no impedía que las gotas me escurrieran por el cuello y murieran en mi espalda provocando una serie de estornudos pueriles. Karina contestó animada, teníamos un buen tiempo sin hablar, pero la respuesta tampoco fue lo que yo quería: “lo siento, no puedo.”
Resignado decidí caminar hacia un bar cercano; ya había salido a la calle y no pensaba volver pronto a mi encierro. Estaba oscureciendo y la lluvia se había convertido ya en una suave llovizna. Cinco cuadras más tarde, había oscurecido por completo. Al pasar junto a una cafetería, el olor me sedujo y decidí entrar. Debo confesar que me sentí incómodo. Por todo el lugar había gente que se acompañaba. No pude soportar más de tres minutos y, antes de que el mesero tomara la orden, salí de ahí como si de pronto hubiera descubierto que estaba desnudo.
Continué caminando, un poco exaltado, y peor aún, avergonzado de mi impúdica soledad. Sentía como si la gente mirara en mi frente un estigma. Aún así, me resistí a volver a casa. Decidí que todavía tenía ganas de una cerveza. Entré al primer bar que encontré: el Rexo, frecuentado mayormente por jóvenes clasemedieros. El sitio estaba medianamente lleno, pero había un lugar libre en la barra, luego de sentarme intenté encender un cigarrillo, pero mi pulso estaba traicionándome y tuve que pedir ayuda al mesero. Las risas, el rumor -similar al de un panal- de las pláticas ajenas, las parejas besándose, la gente brindando y las mujeres ignorándome dejaron de importarme luego de la sexta cerveza, lo mismo que las conversaciones detrás mío sobre lo maravilloso que es Tailandia, lo barato que es vivir en Madrid y lo feo que es eso de la guerra. Escuchar esas conversaciones sin participar siempre permite pendejear –mentalmente- a la gente sin riesgo de ser golpeado. Dos cervezas más tarde ya estaba intercambiando palabras con el tipo que atendía la barra, mientras ambos le mirábamos obscenamente el culo a una mujer de entallado pantalón negro. Decidí beber algo más que cerveza y me pedí tres cubas que desaparecieron en menos de media hora.
Cuando salí del bar apenas pasaban de las once. Caminé buscando un sitio de taxis, esperando encontrar en las calles a aquella mujer de medias negras “que además de robarme la cartera, me robara también el corazón.” Pero, al parecer, las amigas del buen Sabina no estaban por allí esa noche.
Tres cuadras más adelante encontré los taxis, pero no las mujeres, así que decidí seguir mi caminata, estaba decidido a hablar con alguna desconocida de buen corazón. Pocos metros más adelante, y ya en franca desilusión, escuché primero unos tacones, luego, una voz que decía “¿buscas compañía, papi?” Me di media vuelta y frente a mi vi a un hombre que con todo y tacones medía casi 1.80 metros de estatura.
La mesera nos miró con desconfianza y nos trató muy mal en el Vips. Ambos comimos compulsivamente. No sé cómo se llama, me dijo que Adriana. Siguió fingiendo que era una mujer, y yo fingí que le creía, a pesar de los anchos hombros, las duras facciones, grandes manos y rastros de barba en las mejillas. Me dijo que taloenaba por su cuenta, que antes había sido enfermera, y que tenía una hija. Yo, borracho, le conté que últimamente no me había ido muy bien, entonces me regaló una estampita con un dibujo y detrás una oración: “es San Judas Tadeo, para que consigas trabajo pronto.” Después de cenar le pagué por el tiempo que conversamos, como le había prometido. El muy cabrón no me hizo ningún descuento. Pensaba acompañarlo hasta la esquina donde lo encontré, pero me dijo que no y tomó un taxi.
Mujeres con delantal y botes para la leche caminaban ya por las calles cuando regresé a casa, había neblina, la llovizna era muy fría y algunos madrugadores ya estaban saliendo rumbo a sus trabajos, recién bañados, bien tapados y con paraguas. Horas antes, cuando cobré mi cheque -que a estas alturas prácticamente se había esfumado- había recordado aquella frase: “a veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.” Me puse la pijama luego de ducharme, y me fui a la cama con la esperanza de que ese instante no haya llegado todavía.
6 Comments:
Ni llegará mi querido Hache... eres tan ecléctico que definir toda tu vida en un instante sería tanto como pedirle a Sísifo que dejara de beber. Salúd hermanos.
Antes que nada, quiero agradecer al sinamigos la referencia.
Resulta indispensable hallarla, con su bufanda a cuadros y minifalda azul, para evitar llegar al punto en el que se dice, con "humildes pretenciones", "a esta hora, si es mujer mejor".
Sísifo te manda un abrazo, deseando mejor suerte para este fin de semana que parece, con más precisión, la conclusión del que inició el domingo pasado.
¡ Hermoso! Entre mas lo leo más me gusta lo que hace Marco.
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